
El
sable es la prolongación de los que los manipulan, se impregna misteriosamente
de las vibraciones que manan de sus seres.
Los
antiguos japoneses, inspirados por la antigua religión Shinto, conciben la
fabricación del sable como un trabajo de alquimia en el que la armonía interior
del forjador es más importante que sus capacidades técnicas. Antes de forjar
una hoja, el maestro armero pasaba varios días meditando después se purificaba
practicando abluciones de agua fría. Una vez vestido con hábitos blancos ponía
manos a la obra, en las mejores condiciones interiores para crear un arma de
calidad.
Masamune
y Murasama eran dos hábiles armeros que vivieron al comienzo del siglo XIV. Los
dos fabricaban sables de gran calidad. Murasama, de carácter violento, era un
personaje taciturno e inquieto. Tenía la siniestra reputación de fabricar hojas
temibles que empujaban a sus propietarios a entablar combates sangrientos o
que, a veces, herían a los que las manipulaban. Sus armas sedientas de sangre
rápidamente tomaron famas de maléficas. Por el contrario, Masamune era un forjador
de una gran serenidad que practicaba el ritual de la purificación para forjar
sus hojas. Aún hoy día son consideradas como las mejores del país.
Un
hombre que quería averiguar la diferencia de calidad que existía entre ambas
formas de fabricación, introdujo un sable de Murasama en la corriente del agua.
Cada hoja que derivaba en la corriente y que tocaba la hoja fue cortada en dos.
A continuación introdujo un sable fabricado por Masamune. Las hojas evitaban el
sable. Ninguna de ellas fue cortada se deslizaban intactas bordeando el filo
como si éstas no quisiera hacerles daño.
El
hombre dio entonces su veredicto: - La Murasama es terrible, la Masamune es
humana.
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